Yocasta
De pie en su cámara, frente al espejo y de espaldas al lecho nupcial, Yocasta sostiene un puñal, como quien sostiene a un hijo recién nacido. Le canta una canción de cuna, pero también de muerte, de esas que las viejas le cantan a las hijas de sus hijas en una lengua que no es griega, que nació con el mundo y que está prohibido escribir, aún sabiendo que las próximas generaciones la olvidarán y se perderá para siempre. Y mientras canta, acaricia el puñal, su hoja corta, afilada por los mejores herreros de Tebas y con inscripciones talladas en el bronce, que hablan de desgracias y de proezas, del pasado y del futuro. Canta, y acaricia la empuñadora de oro, decorada con dibujos de serpientes, águilas y leones que, representando dioses, se entrelazan y confunden en un combate sin fin, y se pregunta si no será a la inversa, si no serán las figuras un reflejo de los hombres y sus luchas, y no los hombres la copia burda y desdibujada que los dioses hicieron de sí mismos. Canta, y recuerda una vez más las palabras de Edipo, su ánimo de conocimiento, su búsqueda de la funesta verdad que ella misma previó desde las primeras horas del alba, la que intentó negar hasta que la última palabra la dejó al descubierto. Canta, y se pregunta si no debiera alegrarse en lugar de llorar, si no debiera agradecer a la fortuna por devolverle a su hijo perdido, si no sería posible reunir a sus hijos, a todos ellos, y escapar con ellos a algún lugar en donde nunca pudieran ser hallados o reconocidos, reunir a Antígona, a Ismene, a Polinices, a Eteocles, a Edipo, a… Pero no, Edipo nunca consentiría, y aún si fuera posible, Polinices y Eteocles se encuentran luchando fuera de la ciudad, y al volver a Tebas el pueblo los mataría como se mata a los traidores, o a los hijos de traidores. No, claro que no, tales pensamientos no son dignos de quien debe velar por el honor familiar, de quien no puede dudar en sacrificarse por sus vástagos, de quien tiene como función mantener conformes a los vengadores dioses. Canta, y las lágrimas apenas ruedan por sus mejillas antes de caer sobre el puñal. Canta, y levanta el puñal con la diestra mientras escucha los golpes en la puerta, al tiempo que con su otra mano acaricia su vientre por última vez. Canta, y por el espejo ve entrar a los criados y criadas que rompen los cerrojos e irrumpen en la habitación para impedir lo inevitable. Canta, y baja veloz el puñal hacia el vientre, lo entierra y lo retuerce en medio de los gritos de los sirvientes y su propio canto, el que sólo las mujeres comprenden pero del que les está prohibido hablar, y que ahora más que canto se vuelve alarido. Canta, y cae de rodillas, mientras los sirvientes se desesperan en sus torpe intentos de que deje de sangrar. Canta, y mientras la boca se le llena de sangre, la voz se le extingue junto con la vida, los ojos negros se le apagan. Deja de moverse, de temblar, y, arrodillada, fija en el suelo una vista inerte. Los hombres la miran temerosos y desorientados. Las mujeres, respetuosas y comprensivas, intercambian miradas cómplices. Se dicen sin palabras que entienden lo que acaba de suceder, sabiendo que nunca podrán hablar de ello ni contárselo a nadie, pero teniendo presente que la última historia que Yocasta tenía para contar no había muerto con ella.