Jorge Panchero

Algo de algo

Todos se burlan de su apellido en la oficina. Es el empleado más viejo de la empresa, y no tiene absolutamente ningún rango. Nadie duda de que trabaja a destajo, pero tampoco se sabe a ciencia cierta que es lo que hace (algo relacionado con ventas, aparentemente, aunque se dice que no del todo). Intenta contar anécdotas de sus años de juventud constantemente, pero casi todo el mundo encuentra algo más importante que hacer en el medio de la conversación. Nadie se siente identificado con nada de lo que dice o hace, aunque no parece ser poco querido por sus compañeros. Un día cayó a la oficina con una panchera, y desde ese momento no pararon las jodas, aunque todos agradecían los panchos. Los jefes le pidieron que deje de hacerlos todos los días, porque a los socios japoneses les parece insultante el olor a salchicha, aunque solo visiten la empresa dos veces al año y siempre pidan que se los atienda en la puerta. Ahora solo puede hacer panchos los viernes, pero ese es día de empanadas, y algunos también piden delivery.

Milton Pajero

Diseñador de experiencias heterogéneas

Cuenta con una colección de porno egipcio que se ubica entre las tres más grandes del continente. Nunca aprendió a usar la suite de Adobe, y todos sospechan que su trabajo en realidad lo hace un compañero de la facultad, ya que durante su tiempo en la oficina solo se lo ve navegando sitios de búsqueda de empleo. Tiene un deseo irrefrenable de quedar bien con cualquier persona que vista medianamente elegante, y varios de sus compañeros se han aprovechado de eso al ir de traje a la oficina. Le gusta patear linyeras cuando sale tarde del trabajo, pero también cuando le va bien en un parcial. Es vegetariano, pero dice que el pollo y el pescado no cuentan como carne. Tiene problemas para pronunciar la erre, los cuales excusa diciendo que nació en Francia. No obstante, en oportunidades se lo escuchó diciendo que nunca fue más lejos de la General Paz por miedo a las personas de piel más oscura.

Juan Barrios

Juan era un apasionado de la lógica, disciplina que había estudiado con esmero durante gran parte de su vida. Dicha pasión se manifestaba en cada uno de sus actos, los cuales eran conducidos por un limitado pero estricto conjunto de reglas. Si Juan manifestaba que, en caso de que su mujer no encontrara aceitunas en el supermercado, él mismo se haría cargo de pasear al Bobbi (el perro familiar), y, en efecto, su cónyuge no hallaba las mencionadas olivas, con deleite Juan le ponía la correa a su mascota y lo llevaba a dar un par de vueltas a la manzana. Ante la amenaza de un día frío, siempre contaba con la opción de llevarse la campera o el saco, o incluso ambos abrigos juntos, lo cual le permitía jactarse de que nunca se había resfriado por andar desabrigado (salvo aquella vez que le robaron la campera en un café, pero lo consolaba saber que no había sido su culpa). Si prometía arreglar la puerta y la canilla, las cuales solían romperse, hacía ambas cosas, aunque más de una vez logró escapar a la obligación de reparar las dos, argumentando que sólo había dicho que arreglaría una o la otra, y se felicitaba de su inteligencia práctica para sus adentros, mientras veía un partido de fútbol. De esta manera, había conseguido algo que muy pocos hombres logran a lo largo de sus vidas: que sus acciones fueran del todo consecuentes con sus palabras.

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Mariana Imbécil

Telefonista petera

Asegura luchar por los derechos como trabajadores de sus compañeros, aunque jamás descuida sus propios intereses. No sabe usar el dispenser de agua, y tiene miedo de subir y bajar escaleras sola. Dice tener mucho orgullo de su trabajo, pero siempre se va quince minutos antes de las cinco. Con frecuencia, sus compañeros le piden que vaya a comprarles algo al chino, y ponen una muñeca de trapo en su silla para que los jefes no noten su ausencia. Siempre falta los martes y jueves, lo cual hace pensar a todos que tiene un segundo trabajo, pero se les hace difícil desmentir el cuello ortopédico que tiene que usar para la rehabilitación de un accidente que ocurrió hace más de seis meses.

Armando Orificio

Manager de todo

Colecciona juegos de té importados, por los cuales paga fortunas, aunque muchos sospechan que provienen de los bazares más baratos de sus países de origen. Aparenta conocer mucho acerca de vinos, pero sus amigos más íntimos declaran que les ha confesado, entre copas, que para él todos los tintos tienen el mismo gusto. Intenta liderar absolutamente todos los grupos de trabajo de la empresa, fallando de manera miserable al cambiar el rumbo de los proyectos casi a diario. Contrató gente idónea para muchos puestos de relevancia, a fin de sacarse trabajo de encima, pero terminó monitoreando al detalle también el trabajo de esas personas y no dejándolas hacer lo suyo. Creó varias empresas fantasma para vadear restricciones cambiarias e impositivas, si bien a la fecha el costo de mantenerlas es mayor a legalizar las actividades de la empresa principal. Se mantiene firme en su postura de no dejarse cagar por el gobierno de turno, y está convencido de que la Argentina es casi lo mismo que Cuba.

Yocasta

De pie en su cámara, frente al espejo y de espaldas al lecho nupcial, Yocasta sostiene un puñal, como quien sostiene a un hijo recién nacido. Le canta una canción de cuna, pero también de muerte, de esas que las viejas le cantan a las hijas de sus hijas en una lengua que no es griega, que nació con el mundo y que está prohibido escribir, aún sabiendo que las próximas generaciones la olvidarán y se perderá para siempre. Y mientras canta, acaricia el puñal, su hoja corta, afilada por los mejores herreros de Tebas y con inscripciones talladas en el bronce, que hablan de desgracias y de proezas, del pasado y del futuro. Canta, y acaricia la empuñadora de oro, decorada con dibujos de serpientes, águilas y leones que, representando dioses, se entrelazan y confunden en un combate sin fin, y se pregunta si no será a la inversa, si no serán las figuras un reflejo de los hombres y sus luchas, y no los hombres la copia burda y desdibujada que los dioses hicieron de sí mismos. Canta, y recuerda una vez más las palabras de Edipo, su ánimo de conocimiento, su búsqueda de la funesta verdad que ella misma previó desde las primeras horas del alba, la que intentó negar hasta que la última palabra la dejó al descubierto. Canta, y se pregunta si no debiera alegrarse en lugar de llorar, si no debiera agradecer a la fortuna por devolverle a su hijo perdido, si no sería posible reunir a sus hijos, a todos ellos, y escapar con ellos a algún lugar en donde nunca pudieran ser hallados o reconocidos, reunir a Antígona, a Ismene, a Polinices, a Eteocles, a Edipo, a… Pero no, Edipo nunca consentiría, y aún si fuera posible, Polinices y Eteocles se encuentran luchando fuera de la ciudad, y al volver a Tebas el pueblo los mataría como se mata a los traidores, o a los hijos de traidores. No, claro que no, tales pensamientos no son dignos de quien debe velar por el honor familiar, de quien no puede dudar en sacrificarse por sus vástagos, de quien tiene como función mantener conformes a los vengadores dioses. Canta, y las lágrimas apenas ruedan por sus mejillas antes de caer sobre el puñal. Canta, y levanta el puñal con la diestra mientras escucha los golpes en la puerta, al tiempo que con su otra mano acaricia su vientre por última vez. Canta, y por el espejo ve entrar a los criados y criadas que rompen los cerrojos e irrumpen en la habitación para impedir lo inevitable. Canta, y baja veloz el puñal hacia el vientre, lo entierra y lo retuerce en medio de los gritos de los sirvientes y su propio canto, el que sólo las mujeres comprenden pero del que les está prohibido hablar, y que ahora más que canto se vuelve alarido. Canta, y cae de rodillas, mientras los sirvientes se desesperan en sus torpe intentos de que deje de sangrar. Canta, y mientras la boca se le llena de sangre, la voz se le extingue junto con la vida, los ojos negros se le apagan. Deja de moverse, de temblar, y, arrodillada, fija en el suelo una vista inerte. Los hombres la miran temerosos y desorientados. Las mujeres, respetuosas y comprensivas, intercambian miradas cómplices. Se dicen sin palabras que entienden lo que acaba de suceder, sabiendo que nunca podrán hablar de ello ni contárselo a nadie, pero teniendo presente que la última historia que Yocasta tenía para contar no había muerto con ella.

Juan Ignacio Azopardo Muñón

Coordinador de palabras huecas

Piensa que Borges se llamaba José Luis. Nadie se lo negó hasta ahora; algunos por no darse cuenta y otros por lo gracioso de escucharlo cuando lo cita. Se graduó con honores en marketing analógico tras haber desembolsado una cantidad pasmosa de dólares, y tiene dos posgrados en especializaciones irrelevantes que le sirven para sacar chapa. Oficialmente, se dice que lo hicieron coordinador de su área porque convenció a un secretario académico saliente de que lo que sabía era importante, aunque los hechos demuestran que eso nunca le importó a nadie y que su sector se creó para lavar guita. Tiene una gata persa a la que viste con kimonos, porque alguien le dijo que eso es lo que usan los gatos en Persia. Cree ser amigo de todos sus empleados, aunque todos lo odian en secreto. Ya lo lesionaron cuatro veces jugando al fútbol, y casi lo ahogan durante un día de pesca. Su sueño es cantar como Calamaro y ser tan transgresor como Andy Chango, pero casi no escucha música y le asusta mucho la idea de fumar marihuana.