Juan Barrios
Juan era un apasionado de la lógica, disciplina que había estudiado con esmero durante gran parte de su vida. Dicha pasión se manifestaba en cada uno de sus actos, los cuales eran conducidos por un limitado pero estricto conjunto de reglas. Si Juan manifestaba que, en caso de que su mujer no encontrara aceitunas en el supermercado, él mismo se haría cargo de pasear al Bobbi (el perro familiar), y, en efecto, su cónyuge no hallaba las mencionadas olivas, con deleite Juan le ponía la correa a su mascota y lo llevaba a dar un par de vueltas a la manzana. Ante la amenaza de un día frío, siempre contaba con la opción de llevarse la campera o el saco, o incluso ambos abrigos juntos, lo cual le permitía jactarse de que nunca se había resfriado por andar desabrigado (salvo aquella vez que le robaron la campera en un café, pero lo consolaba saber que no había sido su culpa). Si prometía arreglar la puerta y la canilla, las cuales solían romperse, hacía ambas cosas, aunque más de una vez logró escapar a la obligación de reparar las dos, argumentando que sólo había dicho que arreglaría una o la otra, y se felicitaba de su inteligencia práctica para sus adentros, mientras veía un partido de fútbol. De esta manera, había conseguido algo que muy pocos hombres logran a lo largo de sus vidas: que sus acciones fueran del todo consecuentes con sus palabras.
Una noche, al llegar a la fiesta de cumpleaños número cincuenta del doctor Cassone, Juan se encontró con la terrible noticia de que su amigo Pedro había sido atropellado por una Ducato mientras se dirigía hacía allí. La desesperación de Juan no fue tan grande por lo que acababa de ocurrirle a su compañero de secundaria, facultad y trabajo, sino más bien por el hecho de que ya hacía varios días se habían puesto de acuerdo en que Juan iría a la fiesta si y sólo si Pedro también iba, ya que no lo tragaba al doctor Cassone para nada. Juan gritó, maldijo y lloró de manera inconsolable por varios minutos, hasta que alguien idóneo en medicina llegó para inyectarle un calmante. Cuando recobró la conciencia, un par de horas después, el enojo ante los vicios de los dioses que dominan el azar había desaparecido, pero no la sombra ni el pesar en su alma. Había faltado a su palabra, como cualquier hombre común.
Pese a la rápida recuperación de Pedro, Juan ya nunca volvió a ser el mismo. Qué más da que siga faltando a su palabra alguien que ya lo ha hecho una vez. Cuánto más contingente puede un hombre llegar a ser. Su vida continuó sin ningún atisbo de alegría, y pese a que su conducta general era intachable, de vez en cuando, por pura rabia con la vida, Juan volvía a caer en contradicciones como no pasear al Bobbi, salir desabrigado o no arreglar una mierda, no jodas más, Isabel. Con los años se volvió gris y amargado, y cuando perdió su trabajó, su esposa lo abandonó llevándose a los chicos y al Bobbi. Poco después dejó de salir de su casa, y ante su conducta por completo irracional, un primo lo hizo internar en el Borda.
Murió solo y triste después de algún tiempo en el hospicio, avejentado por las contingencias de la vida práctica, y envidiando a esos pocos hombres inconsecuentes que no había llegado a odiar. Aquellos que admiraba por haber logrado comprender cómo es posible la buena vida aún aceptando las propias contradicciones.